Revista AméricaEconomía
El siguiente relato se titula la Fábula del Medio Ambiente. Y dice así: una empresa tuvo la ingeniosa idea de modificar su feliz procesadora de alimentos y nutrientes funcionales. Todo iba bien para esta compañía, emplazada en una aldea habitada por amables vecinos. Pero pronto se sintieron malos olores y, molestos, los residentes buscaron su origen hasta que identificaron a la firma como la fuente de los efluvios. No tardaron en denunciar los terribles acontecimientos a la autoridad que, enojada, cerró la fábrica por 30 días y sus noches.
Lejos de ser una fantasía, está historia es real. Su protagonista es Aquaprotein, que invirtió US$6 millones en su planta ubicada en Porvenir, en la Región de Magallanes. Allí procesa residuos industriales sólidos y productos derivados del faenamiento de pescados y otros animales. Su problema estuvo en que, cuando hizo cambios en sus instalaciones, algo salió mal.
Tras la denuncia de los vecinos, entró en acción la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA), que constató en terreno varias fallas. Entre ellas, el hecho de que las modificaciones no habían sido ingresadas al Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) para su calificación. No le tembló la mano para solicitar su clausura por 30 días al Tribunal Ambiental. Éste último ratificó la sanción.
Y como toda fábula tiene su moraleja, la lección aprendida por Aquaprotein -extensible a todas las industrias- es que en Chile hay una nueva institucionalidad ambiental con atribuciones mayores a la que existía antes, que incluyen multas mucho más caras, con un máximo de US$10 millones, y posibilidad de clausura definitiva de un proyecto.
Esa es la mano que aprieta en materia ambiental a Chile y que hoy tiene a las empresas con los nervios de punta. “Eso le duele incluso a la minera más grande. Y a una chica, la mata”, dice Gonzalo Asencio, gerente general de la consultora ambiental Gisma.
El contraste con la pena económica de la legislación antigua resulta irrisorio. Si a una firma la descubrían transgrediendo las reglas, la sanción podía llegar sólo hasta las 500 Unidades Tributarias Mensuales (UTM). Es decir, unos US$ 38.000. Entonces no era ningún secreto que optaban por cancelarla antes que invertir en tecnología o en prevenir eventos contaminantes.
¿Un ejemplo? De acuerdo a un sondeo previo a la vigencia de la Superintendencia y los Tribunales Ambientales, el 39% de los encuestados estimaba que la mayoría de las compañías chilenas no acataban la regulación y que preferían pagar las multas. El estudio fue realizado por el Centro de Medición de la Universidad Católica y la consultora Azerta y publicado a comienzos de 2012. El porcentaje es elevado si se considera que entre los 240 consultados había un buen número de empresarios y altos ejecutivos de firmas de sectores que están en permanente conflicto ambiental: energía, minería, pesca y forestal.
Sable láser. La flamante institucionalidad ambiental comenzó a implementarse en 2010. A la cabeza de la estructura está el Ministerio del Medio Ambiente, entidad política con competencias principalmente regulatorias. Vino a reemplazar a la Comisión Nacional del Medio Ambiente (Conama) y sus sedes regionales (Corema). Como su instancia asesora, figura el Consejo de Ministros para la Sustentabilidad, integrado por las carteras sectoriales.
El Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), en tanto, evalúa y califica la viabilidad de los proyectos. Mientras, los Tribunales Ambientales, que iniciaron sus actividades jurisdiccionales en marzo de 2013, resuelven demandas por daño ambiental o reclamos contra resoluciones de la Superintendencia, entre otras.
En este modelo, eso sí, la estrella es la Superintendencia del Medio Ambiente. Este órgano tiene el trabajo de fiscalizar y sancionar, tareas que antes casi no existían o que carecían de la fuerza que tiene esta unidad. “A la figura de la Superintendencia le pusieron dientes y sable láser”, dice Asencio.
En sus primeros nueve meses de funcionamiento -enero a septiembre de 2013- el organismo hizo 346 inspecciones de proyectos con Resolución de Calificación Ambiental (RCA), documento que, previa evaluación del SEIA, señala si una iniciativa ha sido aprobada, rechazada o si debe atender a condiciones. También efectuó 32 supervisiones por requerimientos de oficio o en base a denuncias ciudadanas y dos por autodenuncias, mecanismo que busca que las compañías revelen voluntariamente sus problemas ambientales a cambio de una reducción de las multas a las que se arriesgarían si son descubiertas.
Las sanciones tampoco se han hecho esperar. La Superintendencia formuló cargos contra 48 firmas en el mismo período. Diez casos terminaron en multas. La menor fue de seis UTA, unos US$5.600. La mayor, que corresponde al emblemático caso de la aurífera Pascua Lama ascendió a 16.000 UTA, equivalente a US$16,4 millones, junto con la paralización de su construcción.
El polémico sistema tiene sus adherentes y sus detractores. Este modelo no es verde, dice Winston Alburquenque, socio del bufete Vergara y Cía. y académico de la Universidad Católica. “Lo verde se asocia a lo extremo. Sí creo que esta institucionalidad promueve el desarrollo económico sustentable, con coherencia y protección del medio ambiente”.
Golpe al mentón
Como si fuera un golpe al mentón, la presencia de la Superintendencia es uno de los elementos que más resienten las empresas. “A nadie le gusta ser fiscalizado”, dice Jaime Solari, gerente general de la consultora Soluciones en Gestión Ambiental. Al sector corporativo, agrega Sergio Montenegro, director del Centro de Derecho Ambiental de la Universidad de Chile, le “debe incomodar el paso de un escenario en el que se fiscalizaba nada, o casi nada, a otro en el que están encima”.
Pero no todo es tan negro. El proceso contempla una serie de facilidades para la defensa o enmienda de las fallas encontradas por la autoridad en sus visitas de vigilancia, dice Montenegro. “Los procedimientos sancionatorios de la Superintendencia tienen todas las garantías para la defensa y para buscar soluciones alternativas”.
Muchas empresas han tomado nota de que las cosas ya no son como antes, dice el superintendente del Medio Ambiente, Juan Carlos Monckeberg. “Han comprendido que el estándar de fiscalización es muy distinto a lo que había (…) Hemos sabido que muchas compañías están constantemente haciendo auditorías internas, preparándose para eventualmente ser fiscalizadas”.
Más vale prevenir que curar, reza un popular refrán. Con esa lógica, las inspecciones de la Superintendencia que se han hecho públicas han servido para transparentar sus criterios, los cuales han sido recogidos en el sector privado para ser replicados. “Con esto, en caso de que existan incumplimientos pueden tomar medidas y presentar readecuaciones o solicitar nuevas autorizaciones”, dice Monckeberg.
Y como las RCA pueden transformarse en una fuerte jaqueca, las empresas se han abocado, asimismo, a dilucidar las obligaciones que de ese documento se derivan, dice Rodrigo Guzmán, abogado especialista en derecho ambiental y socio del bufete Carcelén y Cía. “Están trabajando fuerte en sistematizar y en tener mucha claridad acerca del estándar de cumplimiento que tienen de esas resoluciones y de la normativa”.
La mayor inversión la están destinando a asesorías para verificar los niveles de observancia, con el fin de ejecutar luego lo que no han hecho o corregir los errores, dice Guzmán. Esta preocupación se deriva de una de las nuevas atribuciones de la actual institucionalidad: el seguimiento de los compromisos adquiridos por las empresas. “Aquellos que deciden ingresar al SEIA, están mejorando mucho la calidad del contenido de los estudios y declaraciones de impacto ambiental”.
Hay otras rutas de preparación para el nuevo escenario. Por ejemplo, destinar recursos a la mejora del conocimiento de los equipos humanos respecto a las instituciones debutantes y a cómo los procedimientos de la empresa deben ajustarse a ellas. “Eso requirió estudios, un poco más de especialización, la contratación de expertos, reforzamiento de equipos en algunas áreas como las legales y medioambientales”, dice René Muga, gerente general e la Asociación de Generadoras Eléctricas.
El grano y la paja
Como en todo ámbito, en la nueva institucionalidad ambiental hay que separar el grano de la paja. El organigrama de las reparticiones tiene aspectos positivos, como la ya descrita fiscalización y las multas, que son un incentivo al acatamiento, dicen los expertos. Por el contrario, existen opiniones encontradas en cuanto a la separación de los aspectos políticos de aquellos estrictamente técnicos, cuyo borroso límite fue siempre motivo de crítica en el anterior sistema y que en el actual se intentó corregir.
El modelo cuenta con un Ministerio del Medio Ambiente, con la idea de representar el factor político, y con una Superintendencia, el SEIA y los Tribunales Ambientales, dedicados a lo administrativo y lo técnico. Con este diseño lo político pierde preponderancia, dice Jaime Solari, de Soluciones en Gestión Ambiental. “Esto ha mejorado los plazos de evaluación, la eficiencia en la tramitación de los estudios y declaraciones de impacto ambiental. Esto ha sido, en parte, porque la manija política dejó de operar”.
Un ejemplo de esto es que de las 820 iniciativas que al 26 de diciembre de 2013 habían sido ingresadas a declaración de impacto ambiental en el SEIA, el 100% se hallaba dentro de los plazos considerados regulares. Es decir, se encontraban en una tramitación con menos de 60 días hábiles contados desde su ingreso, con un promedio de 27 días. Algo similar sucedía con los 85 estudios de impacto ambiental sometidos al sistema: el 99% estaba a esa fecha en el período regular del procedimiento, con una media de 67 días para un plazo máximo de 120 días.
Ese es el grano. Sin embargo, en esta historia también hay paja. Y es que la estructura territorial del SEIA es parecida a la del modelo pasado, con una dirección central basada en Santiago y ramificada en Comisiones Regionales presididas por el intendente e integradas por otros funcionarios de dependencia política como los Secretarios Regionales Ministeriales (Seremis).
Así funcionaban sus predecesoras Conama y Corema, que recibieron las críticas de que a la hora de pronunciarse sobre un proyecto, tendrían alguna orientación de tipo político del gobierno central, dice Montenegro. “Con el nuevo esquema ocurre algo parecido, la misma dependencia”. El SEIA, dice Lorenzo Soto, abogado que en representación de comunidades diaguitas de la Región de Atacama logró paralizar Pascua Lama “sigue aprobando los proyectos igual como antes, con decisiones políticas que se sobreponen a las técnicas”.
Esto se reflejaría en la polémica salida de Jaime Lira como titular del organismo. En medio del escándalo por los hedores de una planta de cerdos en Freirina, se le pidió la renuncia luego de publicar una carta en diario El Mercurio en la que criticaba los incumplimientos del sector privado y a las reparticiones estatales encargadas de fiscalizar. “(La figura del superintendente es la de) un peón que puede ser removido a voluntad por el presidente de la República. ¿Qué significa eso? Que si sus decisiones no están acordes a los intereses del Ejecutivo, tendrá que salir”, dice Soto.
Otra crítica es que los Tribunales Ambientales no han convocado una gran cantidad de causas. Primero, porque su implementación ha sido lenta. Y segundo, porque la alternativa de los recursos de protección en la Justicia ordinaria es más flexible y fácil de presentar, dice Winston Alburquenque, de la Universidad Católica. “A nadie le gusta tener una cosa que se pueda usar de una manera tan flexible; genera incertidumbre, cuando lo que se busca es lo contrario”.
Más retos
A este importante desafío en lo ambiental, debe sumarse la importancia que han ido adquiriendo las relaciones con la comunidad y que irá en aumento. Si bien algunas fuentes señalan que, para legitimarse, las compañías han tendido a fortalecer los vínculos sociales, otras sostienen que este elemento sigue siendo una debilidad y, por cierto, un reto.
Hay una exigencia para las empresas de aproximarse más tempranamente a conversar con la comunidad, para tener una relación más fluida, con más comunicación y transparencia, dice Muga. “Acercarse a las comunidades significa aportar a su desarrollo y, en esa línea, somos conscientes de que es un proceso que debe ir aumentando en el tiempo”.
Pero por el lado institucional también hay flaquezas en este sentido. Hecha la participación ciudadana y formuladas las observaciones, éstas son meras opiniones o puntos de vista que plantea la población afectada, dice Sergio Montenegro, de la Universidad de Chile. “De ninguna manera tienen fuerza vinculante. Esto continúa siendo el talón Aquiles”.
Tampoco se estarían respetando las disposiciones del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que establece la consulta obligatoria a los pueblos originarios ante medidas que les afecten, agrega Montenegro. “No se estarían cumpliendo a cabalidad las disposiciones del Convenio, en cuanto a la consulta indígena, plazos y a quiénes se pregunta”. Esto fue lo que ocurrió con la primera paralización del proyecto Pascua Lama en la Justicia.
En lo inmediato, mientras la nueva institucionalidad ambiental está en rodaje, las empresas deben hacer su parte para no repetir la nefasta experiencia de Aquaprotein. De lo contrario, el país seguirá la tendencia de que “las respuestas políticas y programas han sido insuficientes para hacer frente a las amenazas sobre el medio ambiente”. Esta fue la lapidaria conclusión del informe Estado del Medio Ambiente 2013, del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.
Vea la nota aquí http://m.americaeconomia.com/negocios-industrias/nueva-institucionalidad-ambiental-la-mano-que-aprieta-en-chile