Gonzalo Asencio de GISMA, en revista HSEC.- Durante los últimos años se ha visto cómo se está instalando en los más altos niveles de toma de decisión en las grandes empresas, y cada vez más en las pequeñas, la necesidad de validar ambiental y socialmente sus iniciativas. El paradigma de que estas dimensiones son menos relevantes que la evaluación económica de un proyecto y deben ser abordadas una vez que el proyecto está en marcha ha quedado atrás, dando paso a un nuevo paradigma en el que el diseño estratégico debe contemplarlas desde la génesis y el diseño.
Así como las empresas y empresarios han debido asumir paulatinamente una normativa ambiental cada vez más exigente, con un inicio marcado en la Ley de Bases del Medio ambiente de hace 20 años, hoy es un hecho que la ciudadanía cumple un papel preponderante en la viabilidad de proyectos de inversión, materializada en la influencia tácita que se ejerce en la aprobación de proyectos por parte de la autoridad. El desarrollo económico ya no se concibe a cualquier precio ni “contaminando primero para limpiar después”.
La sustentabilidad está en el corazón del nuevo paradigma, donde se deben conciliar el crecimiento económico y de los negocios con el cuidado del medio ambiente y de nuestro planeta, así como de la salud y calidad de vida de las personas y comunidades. Tras la reforma ambiental en Chile, que pusieron en marcha la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) y los Tribunales Ambientales, el empoderamiento ciudadano se ha visto fortalecido mediante el derecho a denunciar ante la SMA por posibles incumplimientos, sumado a la transparencia cada vez mayor que existe sobre las exigencias particulares y generales impuestas a los proyectos y actividades productivas, lo cual se traduce en un gran potencial para “fiscalizar” el comportamiento ambiental de las empresas. Estas atribuciones y capacidades se amplifican al contar con grandes plataformas de resonancia como son las redes sociales, que permiten organizar rápidamente a una comunidad en torno a un objetivo y lograr alcance nacional o incluso internacional, lo que resulta en un escenario mucho más desafiante para cualquier inversionista.
Después de todo, formar parte de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE) implica no solo beneficios, sino también obligaciones. Antes de que Chile ingresara a la OCDE, esta entidad evaluó el desempeño ambiental del país durante el periodo 1990-2004 y sugirió 52 medidas “que podrían coadyuvar a fortalecer el progreso ambiental de Chile en el contexto del desarrollo sustentable”, entre las cuales se contaba precisamente el fortalecimiento de la fiscalización ambiental: “desarrollar y fortalecer aún más los marcos normativos (normas, entre otros) para mejorar la salud ambiental y cumplir los compromisos internacionales de Chile; examinar formas de fortalecer la capacidad de cumplimiento y fiscalización, incluso mediante reformas institucionales, como el establecimiento de un órgano de inspección ambiental”.
Por su lado, el mundo de las inversiones no escapa a la tendencia de la sustentabilidad. Así, por ejemplo, en 2005 las Naciones Unidas promovió los Principios para la Inversión Responsable (PRI), que insta a los inversionistas a invertir en empresas que integren los temas ambientales, sociales y de gobierno corporativo en sus procesos de toma de decisiones y prácticas de gestión de activos. A la fecha cuenta con más de 1.200 adherentes a nivel mundial. Esta iniciativa se suma al Pacto Global que ha impulsado a las empresas a introducir conceptos de responsabilidad social a su gestión estratégica, entre otra gran variedad de iniciativas que introducen estos conceptos en las corporaciones.
Desafíos y responsabilidades
¿Qué hacer entonces? Las empresas deben incorporar las variables socio-ambientales desde el origen o diseño de un proyecto. La literatura de negocios tradicionalmente ha estimado en 1% del monto de inversión de una iniciativa lo que debe destinarse a evaluación y gestión ambiental. La experiencia indica que esa cifra se quedó bastante corta, especialmente cuando se trata de megaproyectos. Sin embargo, una adecuada planificación, que incluya desde un comienzo el cumplimiento ambiental y obtener la “licencia social”, permitirá generar mayores certezas y eficiencias operacionales.
Claramente, los proyectos deben hacerse con empatía con la comunidad, entregándole información oportuna y transparente, y atendiendo sus inquietudes o preocupaciones, logrando escalar a niveles mayores de involucramiento ciudadano para minimizar las externalidades negativas y aumentar las positivas. Este enfoque permitirá lograr equilibrios ciudadanos que viabilicen los proyectos. Por otro lado, la autoridad tiene la responsabilidad de despejar las incertidumbres mejorando las regulaciones en términos de la claridad sobre la que debe actuar el regulado.
En este aspecto, las regulaciones asociadas a la denominada “licencia social” es un ámbito aún pendiente, cómo avanzar en la regulación de compensaciones o en los límites subjetivos de lo que el “País quiere” en términos del desarrollo de una u otra iniciativa o del lugar donde ella se emplace son temas por definición complejos y que requieren de un significativo avance para conducir adecuadamente las legítimas aspiraciones ciudadanas y comunitarias.
En este ámbito es esencial subir el nivel de los instrumentos regulatorios desde un sistema de gestión ambiental que ha estado marcado por el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) a un sistema más diverso y completo que logre articular armónicamente otros instrumentos de nivel más político como son por ejemplo la Evaluación Ambiental Estratégica y los instrumentos de planificación territorial, que deben armonizar las múltiples políticas públicas sectoriales que son fundamentales para un desarrollo sustentable de nuestro país, tales como política energética, de desarrollo urbano y rural, transporte, minería, agricultura, entre otras.
En este contexto, es también importante considerar el rol activo de la ciudadanía, que también tiene una cuota de responsabilidad para avanzar en un desarrollo sustentable. Sus demandas pueden ser muy legítimas, pero no se pueden escudar en una predisposición negativa hacia cualquier tipo de proyecto o emprendimiento en cualquier circunstancia sin valorarlo en su mérito (por el fenómeno NIMBY, Not In My Back Yard) ya que en definitiva, la actividad productiva y el crecimiento son factores elementales para el desarrollo de nuestro país.
El escenario ideal es que cada actor cumpla un rol para que el crecimiento económico pueda llevarse a cabo con respeto al medio ambiente y a la salud de las personas. En el caso de las empresas, como hemos destacado, si incorporan las variables socio-ambientales desde el origen de los proyectos se darán cuenta de que no se trata de un costo, sino de una inversión inicial necesaria.